(Foto/Archivo)
Rubén Antonio González Medina
Obispo de Ponce en Diócesis de Ponce
La Palabra nos recuerda una verdad importante: con Cristo nunca hay caminos cerrados. Por más que hayamos errado en la vida o pasado de largo en las situaciones, Él siempre ofrece un camino de salida, sin dejar de reconocer y asumir nuestra verdad.
El amor de Cristo nos introduce en su intimidad, pero nos lanza siempre a la misión. No se trata de una relación intimista y falsamente confortable, sino de un amor probado, de obras, que se demuestra más en los hechos que en las palabras. Amor en verdad. Amor que libera. Amor que transforma. El camino del discipulado no es fácil, nunca lo ha sido.
Acoger en el corazón la propuesta del Señor, hacerla vida más allá de un primer entusiasmo que se desinfla, permanecer en la prueba, en la contrariedad, es de valientes. Y nosotros sabemos bien lo que damos de sí en los momentos difíciles; como los discípulos, que se conocieron a ellos mismos en el momento de la pasión abandonando al Maestro. Pero Cristo cuenta con ello y vuelve a salir a nuestro encuentro.
Insistentemente, machaconamente, como una música de fondo que se nos mete en el corazón y no deja de acunarnos, la palabra de Cristo Resucitado nos interpela con expresiones claras y directas: «¿Me amas?», «¿Me quieres?» Nuestra respuesta no es ya la de un entusiasmo primerizo que se pone en camino con otros sin sopesar dificultades y riesgos. No. Nuestra respuesta -como la de Pedro- es ya en voz baja, en susurro pero firme; aquella que conoce lo poco que somos sin la presencia del Señor, pero aquella que sabe que con su smor, somos fuertes y auténticos. «Señor, Tú lo sabes todo. En verdad, te quiero». Y el Resucitado sonríe; me sonríe, y sabe que no se equivocaba al llamarme con el barro que soy, y con el fuego de su presencia que inunda mi corazón. Señor, heme aquí. Dispón de mí.