Por Livio Ramírez del Ministerio Dios Habla Hoy
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El diccionario define la conciencia como el conocimiento que el espíritu humano tiene de su propia existencia, de sus estados mentales y sicológicos. En las Sagradas Escrituras se usa el término generalmente en el sentido de la conciencia moral, el sentimiento del bien y del mal, y del conocimiento íntimo de nuestra condición espiritual. El ser humano puede tener un conciencia culpable o una buena conciencia, dependiendo cuales hayan sido las motivaciones de sus acciones. La conciencia culpable trae consigo angustia, depresión y enfermedades; pero lo importante es cómo manejar esa culpabilidad.
Los hermanos de José se sentían angustiados por su culpa cuando lo vendieron a los madianitas. Sin embargo reconocieron que habían pecado contra él, se arrepintieron y recibieron el perdón de José, despejando así su angustia. La conciencia de culpable también trae vergüenza y confusión ante el pecado del pueblo, como le sucedió a Esdras cuando dijo: Dios mío, confuso y avergonzado estoy para levantar, oh Dios mío, mi rostro a ti, porque nuestras iniquidades se han multiplicado sobre nuestra cabeza, y nuestros delitos hasta crecido hasta el cielo (Esdras 9:6) Sin embargo, la confesión por el pecado del pueblo, y la oración de arrepentimiento por Esdras, logró que el rey Artajerjes permitió que se enseñara a los judíos la ley de Dios. La conciencia culpable trae depresión, como le pasó a David cuando pecó contra Dios, y dijo: Me han alcanzado mis maldades, y no puedo levantar la vista; se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza, y mi corazón me falla. Pero, su genuino arrepentimiento logró el perdón de Dios por sus pecados. Por otro lado, si la culpabilidad no es manejada correctamente, puede llevar a la persona al suicidio, como pasó con Judas, cuya conciencia le redarguyó, y no pudo tolerar el remordimiento.
El llamado de Dios es a tener una conciencia pura para que le sirvamos; eso se logra solamente cuando reconocemos nuestros pecados, nos arrepentimos y entregamos nuestras vidas a Cristo. Por eso, el escritor de la Epístola a los Hebreos dice: ¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo? (Heb. 9:14) Si en este día tienes una conciencia culpable, con las correspondientes consecuencias de vergüenza, confusión, angustia; depresión, enfermedad, y otros síntomas producidos por la culpabilidad, te invitamos a que por medio del arrepentimiento y tu entrega a Dios, limpies tu consciencia para que, como el apóstol Pablo puedas decir: Procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres (Hch. 24:16) Ahora bien, hay varias conductas que el ser humano debe evitar si desea vivir una vida satisfactoria. Dios permite que expresemos nuestro enojo, pero sin faltarle el respeto a los demás. El apóstol Pablo exhorta: Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo. (Ef. 4:26) El desenfreno en el apetito y la glotonería hizo que el pueblo de Israel se quejara continuamente en su camino a la Tierra Prometida, y el Señor los castigó con una plaga, impidiéndoles entrar a ella. Por eso, el Proverbista exhorta: Pon cuchillo a tu garganta, si tienes gran apetito. (Pr. 23:2)
Los placeres mundanos y la opulencia, el libertinaje, las juergas y otras actividades mundanas; la presunción por los bienes poseídos; las palabras infladas y vanas, y la imprevisión para el futuro también tienen sus consecuencias funestas. Pero, lo peor de todo es la obstinación, la dureza de corazón, la terquedad, la rebelión y la incredulidad ya que conducen a la muerte eterna. El pueblo de Israel manifestó esas conductas; aun así, Cristo vino por aquel pueblo, pero no lo recibieron. Dios extiende hoy esa invitación que el pueblo de Israel rechazó a todo el que desee tener una conciencia sin ofensa ante Él. En este día te exhortamos a refrenar los apetitos y concupiscencias carnales, a controlar tus emociones, a ejercer el dominio propio que Dios te ha concedido, y a renunciar a todo por Cristo, en la confianza de que recibirás más de lo que hayas dejado por amor a Él. El Señor Jesús dice: Cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. (Lc. 14:33)